No es lo que hemos vivido en Leh. No son los días de dolor compartido, de acompañar, de leer la desesperación y desconcierto en tantas miradas. Tampoco las lágrimas ni los gritos en el hospital, ni la visión de las casas destruidas y los coches apilados. Ni siquiera el hecho de caminar sobre el lodo, en medio de la más absoluta desolación y saber que debajo quedaron sepultadas muchas vidas con sus sueños e ilusiones. No son los 200 muertos, por los que, por desgracia, ya poco se puede hacer, ni los 400 desaparecidos que probablemente nunca aparezcan con vida.
No, no es eso. Lo que más me duele de marcharme es lo que dejo atrás. Son los vivos: sus familiares, los heridos, los que lo perdieron todo. Es no poder consolar, no poder reconstruir, no poder devolverles la vida que tenían hace apenas unos días. Es la impotencia de saber que yo pronto volveré a casa, con mi familia, que mi vida está en otro lugar mientras que la suya está aquí, con todo lo que dejo atrás.
Me resisto a pensar que no pueda hacer nada más. Toda esta gente merece una oportunidad: la de recuperar sus vidas, y el mundo que en unos segundos perdieron; la de levantarse sonriendo por las mañanas; la de volver a luchar por cumplir sus sueños.
Y aquí va mi compromiso: no olvidar. No olvidar las sonrisas, ni el dolor compartido, ni la historia de cada persona que nos cruzamos estos días.
Quiero recordar a todas las personas cuya vida cambió para siempre este 5 de agosto, y dedicarles mi compromiso, no sólo a corto plazo con lo poco que haya podido ayudar en Leh, sino a largo plazo, en la distancia, estando presente y apoyando en lo que ellos no pueden hacer.
Me gustaría invitar a todo el que quiera a sumarse a este compromiso, a ser la esperanza y el consuelo de los que lo han perdido todo. Ojalá entre todos podamos devolverle a alguien un trocito de su vida.